MARIPOSAS
Corriste al mercado a ver a tu mamá. Con los ojos
llorosos, tratando de evitar que las lágrimas fueran ríos, la abrazaste tan
fuertemente por la cintura que casi la lastimas; no lo sabías, pero querías
volver a entrar a ese lugar seguro en el que no había luz ni tiempo ni las
risas de los otros te provocaban heridas sin sangre, heridas sin cicatrices de
carne, heridas provocadas como por una dentadura con filos de burlas y apodos.
Esa certeza de hacer todo mal te vistió
con la túnica de la desconfianza. Quien te la midió primero fue tu padre, él la
confeccionó, la ajustó a tu medida y la hizo de una tela eterna, a prueba de
fallas. Para él ya no tenías nombre —Pedro para los demás— sólo eras el cagón,
y no lo culpas, pues siempre fallabas, siempre la cagabas, como decía tu padre,
como decía el Cuijo, y él sí que no tenía nombre.
Fue hasta la tercera tunda que te sangró
la nariz; las anteriores sólo habían sido cinturonazos en tu raquítico trasero.
No recordabas exactamente la causa de los golpes en la cara, pero sí lo que tu
padre dijo: ni para sangrar sirves, pura pinche agua de Jamaica te sale. Tenía
razón: tu sangre era aguada y pálida: ni para sangrar servías. Sólo se
compadecía de ti tu mamá, y te curaba sin decir nada ni a ti ni a tu padre. Era
un silencio infinito con vestido hasta los tobillos.
Pese a que eres el mayor de tus
hermanos, jamás entendiste por qué la saña era sólo contigo y para ti; se puede
decir que tu padre era tierno con tus hermanos, y eso te daba gusto, porque
ellos no tenían que padecer dolores de afuera y de adentro, no tenían que ir
por la vida convencidos de que todo lo hacían mal, no daban pasos inseguros
como tú, que no sabías caminar de otra forma.
Tu única amiga era la ventana: te
sentabas frente a ella durante horas hasta que te prestaba sus cristales y con
ellos te hacías unas alas, te convertías en mariposa y salías volando y en al
aire nadie podía dañarte, nadie se daba cuenta de tu existencia y eso era la
felicidad: descubriste que ser nadie era ser feliz.
A veces también eras un árbol inmóvil
que ofrecía frutas y su madera y su jugo y su savia y su sombra y sus ramas. Se
acercaban a ti para descansar sin reírse de tu aspecto. Cobijabas a todos y a
todos les ofrecías tus hojas como miles de abanicos que aliviaban el cansancio
y la tristeza. Eso también era la felicidad: descubriste que sólo en el
silencio se puede ser feliz.
Esas excursiones a la felicidad eran
cortadas de golpe por los gritos de tu padre, del Cuijo, monstruo de mil bocas,
que profería los insultos más soeces que se puedan pensar; por sus golpes que
parecían venir de mil brazos, pulpo de odio, y que no importaban en qué parte
de tu cuerpo se detenían, el caso era lastimarte el cuerpo y el espíritu, como
si se vengara de ti por no parecerte a él, pero no era tu culpa no tener ni su
color de ojos ni de cabello ni de piel. Tú no pediste nacer, estás seguro de
que si no hubieras nacido estarías mejor en esa inconsciencia noble, en esa
nada reconfortante.
Las burlas de todos recordaban que tenías cuerpo y que te veían y que no eras una mariposa ni un árbol ni una inconsciencia errante. Eras materia despreciable, basura, depósito de enconos, blanco de golpes crueles. Nunca supiste defenderte ni creíste ser digno de defensa alguna.
Jimena, tu madre, limpia la savia de tus
ojos y ella tiene húmedos los suyos; sabe que no tienen defensa y quisiera ser
una mariposa con alas de cristal que te lleva por el viento, en donde no los
alcanza ni una voz.
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