Si
tu memoria se va, aquí está mi piel para
recordar tu nombre y el mío.
Tatuaje de
2012
Mi madre siempre
fue poco convencional: no recuerdo, en verdad que no recuerdo, que alguna vez
me haya dado un beso espontáneo, que me haya dicho cuánto me quería o que
demostrara de alguna manera socialmente acordada su emoción o gusto por algo.
Siempre deseó ser quince centímetros más alta, tener ojos verdes. Al final los
tuvo y siempre los va a tener.
Mi madre siempre
fue histórica: callada como civilización perdida, con el gesto duro para
endurecer a sus hijos y que nada los dañara pero con una sonrisa más grande que
sus brazos cuando algo provocaba su súbita alegría. Enseñar sin palabras, tan
solo con el gesto sin que fuera un acto de adivinación, pudimos entender su
lenguaje callado que nos advertía si algo hacíamos bien (y sus ojos sonrientes)
o algo hacíamos mal (su mirada-tigre).
Mi madre siempre
fue literaria: se llamaba Alicia y al final de sus días se fugó a su País de
las Maravillas en donde ya nada la dañaba y podía jugar con sus recuerdos más
queridos, aunque nosotros estuviéramos perdidos en algún laberinto de su mente.
El lenguaje poco a poco se fue transformando y de pronto era silencio y en
ocasiones era sonido desesperado por ser entendido. Los pasos requerían todo un
entrenamiento para dar dos seguidos. Su cuerpo era lo de menos.
Mi madre siempre
fue un festejo: nació un 24 de diciembre y murió un 31 de octubre. Murió hoy. Con su prisa
tenía que marcar los puntos de su existencia un día antes del nacimiento por
antonomasia (la Navidad) y un día antes del Día de Muertos. Nunca quiso esperar
aunque aprendió a esperar esperando, pero ya no supo que esperaba ni qué
esperaba.