martes, 7 de octubre de 2008

DÍAS Y SUEÑOS

Hay días y hay sueños. Hay días que parecen sueños; hay sueños que parece que transcurrieron en días. Yo prefiero los días que se confunden con sueños.

Me encantan esas tardes en las que no quiero despertar aunque ya tenga muchas horas sin dormir; ésas en las que alguna fina lluvia pone el trasfondo onírico ideal y mi alegría es tanta que no quiero dormir para no ponerle fin al sueño. No sé si sueño, no sé si imagino, no sé si deseo, no sé si sólo recuerdo.

Esos días son mágicos, pero también son tan pocos que al final de la vida, de seguro, se pueden contar con los dedos de las manos. No puede ser de otra manera, no serían tan maravillosos si fueran tan comunes; no serían especiales si se repitieran a voluntad. Esos días son un regalo del destino, un premio casi siempre inmerecido pero siempre bien recibido.

Los mejores son aquéllos que tienen un ser real como detonante de tanta maravilla. Yo recuerdo esos días en los que de unos ojos emanaban historias de duendes y promesas, de olores y lugares exóticos y desconocidos, de secretos reservados para mí.

Una sonrisa, un tono de voz, un movimiento de las manos, un guiño, una frase, una expresión, el estilo del caminar, una cabellera flotando, una canción, un ombligo perfecto, un leve gemido, unos ojos entrecerrados, rasgados, me han hecho confundir los días con los sueños; han hecho juegos malabares con mis convicciones y fortalezas; han violentado el estatuto de mis principios.

Esos días son malos para la estabilidad social. Son días que mueven a comportarnos como en sueños, seguros de que lo imposible no existe, de que no hay castigos, de que la conciencia es un mito, que la belleza es para todos, que podemos bailar y volar al mismo tiempo, que la risa es posible, que el amor se puede probar y sabe a recuerdo eterno.

Los días que están disfrazados de sueños nos ayudan a vivir; quien siempre ha estado seguro de la vigilia y el sueño, quien sabe cuándo sueña y cuándo no, quien nunca se confunde y sólo habla despierto, no sabe lo que pierde queriendo ganarle a la realidad. Pobre.

miércoles, 1 de octubre de 2008

LA MISIÓN


A mitad de una reflexión profundísima acerca del papel del hombre en la tierra, me atacó una certeza irrebatible: las letras tienen personalidad mística y oculta para el ojo no acostumbrado a desentrañar misterios.

Como yo soy toda una autoridad en materia de hermenéutica, descubrí lo que las letras nos dicen con su trazo y voy a comunicar esta verdad absoluta. De una vez advierto que quien quiera aprovechar esta erudita disertación deberá citar la fuente, bajo pena de desprecio público si no lo hace. Ahí les voy.

Voy a desenmascarar la real personalidad de tres letras: la M, la C y la N. Cada quien podrá seguir la interpretación de las letras que desee siguiendo mi método científicamente comprobado.

La M es una letra malvada, engañadora, mentirosa, que arrastra a la perdición a quien se pierde en sus líneas y ángulos. Fíjense bien: comienza en lo más bajo y sube libremente, pero se inhibe a sí misma en el crecimiento, se atemoriza de alcanzar el cielo y comienza a descender lenta y maléficamente. De nuevo se arrepiente y a la mitad de su caída decide subir, con la intención de que las demás letras la admiren. Apenas alcanza su subida anterior, cuando decide caer y llegar al fango. En su trayecto arrastra a quienes se dejan seducir por su insinuante ascenso.

La C es una letra indecisa, tibia, que no se compromete, veleta que se va a donde soplen mejores vientos. Mírenla, nunca está arriba, nunca está abajo, no se atreve a cerrarse por completo y no se decide a volverse línea. Siempre está en el purgatorio.

La N es mi favorita. Es la letra de la salvación, de la posibilidad de redención, de que todo se puede, de que no importa el origen sino la mirada frontal. Su principio lo encontramos en el suelo, es una letra humilde que no pareciera prometer mucho. Sube, sube, sube y, como todo buen héroe legendario, sufre un tropiezo que lo vuelve a arrojar al lodazal… pero se sobrepone y comienza un glorioso ascenso ininterrumpido, nada la detiene y llega tan lejos como imaginación tengamos.

Las letras tienen una misión en la tierra de la comunicación. Los hombres también: encontré, por fin, para qué estamos en esta tierra, para qué nacemos y nos esforzamos por respirar cada día: estamos aquí para… ¡caray, se me acabó el espacio!

MI HERMANA


He visto un montón de películas con una escena similar: a algún personaje le dan una mala noticia y la cámara se aleja rápidamente de él, como si el alma se alejara de su cuerpo. No es una exageración; hoy lo comprobé.

Debo confesar que no soy muy apegado a mi familia original; no me entusiasma mucho la idea de reunir a toda mi parentela por cuestiones que no voy a platicar ahora (además, creo que todos se aburrirían mortalmente).

Pero, en verdad siento amor por mis apás, cariño por algunos hermanos, estimación por otros y cierta simpatía por alguno de ellos. Ni modo que diga que quiero a mi montón de hermanos por el simple hecho de que tenemos los mismos apellidos. Soy muy cursi y creo que el amor (incluyendo el filial) se gana, pues el que se da gratuito es falso por la falta de una base sólida.

Ya, ya, no estoy escribiendo un tratado de autoayuda ni de superación personal.
Una de mis hermanas favoritas (si algún día mis hermanas leen esto y me preguntan quiénes son las otras favoritas, le diré a cada una de ellas y en tono confesional: “sabes que tú, pero no lo digas”) resultó con cáncer.

Cuando me llamaron para darme la noticia, la cámara se alejó del plano principal de mi cuerpo. Me sentí frío de dolor, hinchado de impotencia, aturdido por la incapacidad de ayudar. Recuerdo vagamente que iba por la calle cuando me notificaron y tuve que sentarme en la banqueta.

Inmediatamente mi mente tomó el jet que viaja en reversa y me transportó a mi niñez. Ahí clarito vi cómo esta hermana siempre ha sido ejemplo de tozudez positiva y volví a verla estudiando hasta muy noche y cansada, estudiando en los días de campo, estudiando en el transporte a cualquier lugar. La recuerdo ayudándonos a resolver nuestras tareas en la primaria (a veces nos ayudaba con muchos errores, pero siempre con buena intención); ella me inculcó el amor por tratar de utilizar correctamente el lenguaje (aunque después lo olvidó) y me quitó las “eses” finales en la segunda persona del singular (¿recuerdas que me enseñastes?), me dijo que el templo no era “inglesia”. Me dijo, sin palabras, que el esfuerzo tiene recompensa y que la bondad no espera premio.

Todo eso me enseñó, todo eso me dijo… y ahora ¿qué le digo yo?