jueves, 18 de diciembre de 2008

LOS SENTIDOS

“Este chocolate no sabe igual que cuando lo comía de niño.” Esa rotunda afirmación la escuché pese a que no iba dirigida a mí. Sí, soy chismoso auditivo.

Recordé, entonces, que yo he dicho lo mismo un montón de veces: los choco roles sabían mejor antes; por qué ya no transmiten los capítulos más graciosos de Don Gato y su Pandilla; los refrescos Pascual eran buenísimos hace años; la leche de mi infancia era más espesita; qué buenos chistes me sabía. Todo parece menos bueno ahora.

No soy el único, parece una epidemia de quejas; todos añoran los sabores de antes, los olores antiguos; en resumen, todos hoy extrañamos la percepción de la infancia.

No hay duda: los ingredientes son los mismos, la receta es igual, los programas repetidos siguen siendo meras retransmisiones. El cambio está en nosotros.

El niño que fuimos disfrutaba todo con paladar nuevo cada día, estrenaba ojos diario, sus oídos siempre eran diferentes. El mundo nunca era el mismo.

Un día todo cambió: la realidad era sólo eso, ya no había sabores nuevos, ya sabíamos de memoria todos los capítulos de Don Gato, la leche era aguada. Simple: se fue la infancia y llegó la costumbre.

Añorar el verde infancia o el sabor de los cumpleaños, el sonido de los duendes, los rostros enojados de los autos, el sábado de gloria, los sopes de la esquina, las bromas de mi padre, la seriedad pasmosa de mamá, el futbol con mis hermanos, las enormes monedas de cinco pesos, los regalos de navidad, los diccionarios deshojados… añorar eso es comprender que el cambio es irreversible.

Ya dormir hasta tarde provoca sentimientos de culpa; dejar la ropa tirada es impensable; mojarse retando a la lluvia provoca resfríos; chuparse los dedos es un imán de miradas desaprobatorias; el peine ahora sí es nuestro amigo.

¿Dónde venderán ahora esos chocolates tan sabrosos que comía de niño?

lunes, 10 de noviembre de 2008

LA HERMANDAD

Nadie me engaña: hay una sociedad secreta, súper secreta, de poetas. Nadie que no sepa poetizar sabrá nunca dónde está. Es más, estoy arriesgando la vida por denunciar públicamente su existencia, así que sirva este escrito como una protección para mí: si algo me pasa, será un homicidio poético-vengativo.

No es una locura, alucinación ni estupidez; es un hecho que se demuestra con las pruebas que daré a continuación.

Los poetas se identifican entre sí con un saludo especial: se miran primero de reojo y si detectan que sus miradas están llenas de imágenes difíciles de describir con el lenguaje, suponen que están ante un semejante. Ése es un primer paso. Posterior a esa mirada se acercan con sigilo y si cuentan que el otro dio 17 pasos o cualquier otro número primo, tienen un segundo indicativo. Parece sencillo hasta aquí, pero la cosa se dificulta. Si los presentan, se fijan en las manos del otro: debe tener rastros de lágrimas, mariposas, desvelos, ruinas y dudas. Puede ser en ese orden o no.

Aunque tengan esos indicadores, no se confían y pasan a la prueba final: el poeta habla en colores. Pueden hablar en rojo o en azul, los más en negro, pero los mejores hablan en violeta. No me pregunten por qué, yo sólo digo lo que me confió el poeta disidente; me dijo: “hay un dicho entre la hermandad: dichoso quien hable en violeta porque tendrá el secreto”. Misteriosas palabras.

Hay muchos farsantes que desprestigian a los poetas verdaderos. Estos adefesios del lenguaje se disfrazan de intensos, adoptan un aire de dios creador que nadie aguanta, sienten la necesidad de atraer los reflectores hacia su ego. Guácala.

Aprendí que los reales poetas trabajan en cualquier lugar, conviven con cualquier persona y, sobre todo, tienen el corazón fuera del cuerpo, expuesto y vulnerable. Saben algo más que los demás mortales nunca sabremos. Sé que lo saben pero si lo digo corro el riesgo de morir atravesado por un verso envenenado. Mejor me callo.

martes, 4 de noviembre de 2008

LA LENGUA


No creo que todos tengan la obligación de utilizar el lenguaje de manera impecable; más aún, no creo que exista alguien que lo utilice sin errores. Además de cansado, pedante, purista, afectado, extraño y cualquier calificativo que se nos ocurra, sería aburridísimo. No me imagino llegar con mis hijos y decirles: “pequeños míos, debo realizar un acto de sinceridad y manifestarles que mi amor hacia ustedes es muy grande”; o sería muy inhumano acercarse a una señorita en la calle y decirle “disculpe usted que me atreva a hablarle sin que medie un conocimiento previo de nuestras personas pero, debo confesarlo, su apariencia me resulta altamente atractiva”. No es recomendable, no creo que a nadie le guste un piropo similar.

Si no existieran giros del lenguaje inesperados, si no hubiera creadores involuntarios de metáforas sorprendentes, si la lengua fuera un objeto acabado la vida, la realidad sería, estoy convencido, muy árida.

Por lo menos a mí me encantan muchas palabras que son incorrectas, que no las registra el diccionario, que no existen oficialmente pero que dan un gusto al oído cuando son pronunciadas por alguien más o por uno mismo. Ahora recuerdo la palabra arrempujar, es tan expresiva, tan original y tan eufónica que debía ser aceptada de nuevo por la Real Academia.

En el metro es donde he encontrado muchos creadores de innovaciones lingüísticas (o será que soy el clásico chismoso auditivo que siempre está atento al habla de los demás); recuerdo a un vendedor de tijeras que al ser cuestionado acerca de si tenían mucho filo respondió presto: “casi no mucho”. Viene a mi memoria que alguien me dijo en alguna ocasión: “medio abundé tantito”, refiriéndose a que había hecho algunas precisiones de algún tema. Por ahí escuché platicando a un par de amigos, y uno le dijo al otro que fumar le provocaría “cáncer en el enfisema pulmonar”.

Un gran amigo, cuando recién lo conocí, empleaba mucho el término nadien; una vez que lo sustituyó por el correcto le cuestioné el porqué usaba la “n” al final y me explicó que sólo lo utilizaba en plural; es decir que nadien era el plural de nadie.

Por supuesto no soy un defensor del mal uso del idioma, pero sí estoy convencido de que ciertas expresiones enfatizan y presentan de forma más contundente lo que queremos expresar. Si sólo usáramos nuestro idioma como lo marcan las preceptivas, el día de mañana tendría que renunciarse al derecho de escribir, de crear, de jugar con los sonidos, de proponer, de inventar y sólo nos quedaría la faja lingüística que, a la larga, nos asfixiaría. Por lo pronto, yo me voy a arrempujar unos tacos con mi compita.

martes, 7 de octubre de 2008

DÍAS Y SUEÑOS

Hay días y hay sueños. Hay días que parecen sueños; hay sueños que parece que transcurrieron en días. Yo prefiero los días que se confunden con sueños.

Me encantan esas tardes en las que no quiero despertar aunque ya tenga muchas horas sin dormir; ésas en las que alguna fina lluvia pone el trasfondo onírico ideal y mi alegría es tanta que no quiero dormir para no ponerle fin al sueño. No sé si sueño, no sé si imagino, no sé si deseo, no sé si sólo recuerdo.

Esos días son mágicos, pero también son tan pocos que al final de la vida, de seguro, se pueden contar con los dedos de las manos. No puede ser de otra manera, no serían tan maravillosos si fueran tan comunes; no serían especiales si se repitieran a voluntad. Esos días son un regalo del destino, un premio casi siempre inmerecido pero siempre bien recibido.

Los mejores son aquéllos que tienen un ser real como detonante de tanta maravilla. Yo recuerdo esos días en los que de unos ojos emanaban historias de duendes y promesas, de olores y lugares exóticos y desconocidos, de secretos reservados para mí.

Una sonrisa, un tono de voz, un movimiento de las manos, un guiño, una frase, una expresión, el estilo del caminar, una cabellera flotando, una canción, un ombligo perfecto, un leve gemido, unos ojos entrecerrados, rasgados, me han hecho confundir los días con los sueños; han hecho juegos malabares con mis convicciones y fortalezas; han violentado el estatuto de mis principios.

Esos días son malos para la estabilidad social. Son días que mueven a comportarnos como en sueños, seguros de que lo imposible no existe, de que no hay castigos, de que la conciencia es un mito, que la belleza es para todos, que podemos bailar y volar al mismo tiempo, que la risa es posible, que el amor se puede probar y sabe a recuerdo eterno.

Los días que están disfrazados de sueños nos ayudan a vivir; quien siempre ha estado seguro de la vigilia y el sueño, quien sabe cuándo sueña y cuándo no, quien nunca se confunde y sólo habla despierto, no sabe lo que pierde queriendo ganarle a la realidad. Pobre.

miércoles, 1 de octubre de 2008

LA MISIÓN


A mitad de una reflexión profundísima acerca del papel del hombre en la tierra, me atacó una certeza irrebatible: las letras tienen personalidad mística y oculta para el ojo no acostumbrado a desentrañar misterios.

Como yo soy toda una autoridad en materia de hermenéutica, descubrí lo que las letras nos dicen con su trazo y voy a comunicar esta verdad absoluta. De una vez advierto que quien quiera aprovechar esta erudita disertación deberá citar la fuente, bajo pena de desprecio público si no lo hace. Ahí les voy.

Voy a desenmascarar la real personalidad de tres letras: la M, la C y la N. Cada quien podrá seguir la interpretación de las letras que desee siguiendo mi método científicamente comprobado.

La M es una letra malvada, engañadora, mentirosa, que arrastra a la perdición a quien se pierde en sus líneas y ángulos. Fíjense bien: comienza en lo más bajo y sube libremente, pero se inhibe a sí misma en el crecimiento, se atemoriza de alcanzar el cielo y comienza a descender lenta y maléficamente. De nuevo se arrepiente y a la mitad de su caída decide subir, con la intención de que las demás letras la admiren. Apenas alcanza su subida anterior, cuando decide caer y llegar al fango. En su trayecto arrastra a quienes se dejan seducir por su insinuante ascenso.

La C es una letra indecisa, tibia, que no se compromete, veleta que se va a donde soplen mejores vientos. Mírenla, nunca está arriba, nunca está abajo, no se atreve a cerrarse por completo y no se decide a volverse línea. Siempre está en el purgatorio.

La N es mi favorita. Es la letra de la salvación, de la posibilidad de redención, de que todo se puede, de que no importa el origen sino la mirada frontal. Su principio lo encontramos en el suelo, es una letra humilde que no pareciera prometer mucho. Sube, sube, sube y, como todo buen héroe legendario, sufre un tropiezo que lo vuelve a arrojar al lodazal… pero se sobrepone y comienza un glorioso ascenso ininterrumpido, nada la detiene y llega tan lejos como imaginación tengamos.

Las letras tienen una misión en la tierra de la comunicación. Los hombres también: encontré, por fin, para qué estamos en esta tierra, para qué nacemos y nos esforzamos por respirar cada día: estamos aquí para… ¡caray, se me acabó el espacio!

MI HERMANA


He visto un montón de películas con una escena similar: a algún personaje le dan una mala noticia y la cámara se aleja rápidamente de él, como si el alma se alejara de su cuerpo. No es una exageración; hoy lo comprobé.

Debo confesar que no soy muy apegado a mi familia original; no me entusiasma mucho la idea de reunir a toda mi parentela por cuestiones que no voy a platicar ahora (además, creo que todos se aburrirían mortalmente).

Pero, en verdad siento amor por mis apás, cariño por algunos hermanos, estimación por otros y cierta simpatía por alguno de ellos. Ni modo que diga que quiero a mi montón de hermanos por el simple hecho de que tenemos los mismos apellidos. Soy muy cursi y creo que el amor (incluyendo el filial) se gana, pues el que se da gratuito es falso por la falta de una base sólida.

Ya, ya, no estoy escribiendo un tratado de autoayuda ni de superación personal.
Una de mis hermanas favoritas (si algún día mis hermanas leen esto y me preguntan quiénes son las otras favoritas, le diré a cada una de ellas y en tono confesional: “sabes que tú, pero no lo digas”) resultó con cáncer.

Cuando me llamaron para darme la noticia, la cámara se alejó del plano principal de mi cuerpo. Me sentí frío de dolor, hinchado de impotencia, aturdido por la incapacidad de ayudar. Recuerdo vagamente que iba por la calle cuando me notificaron y tuve que sentarme en la banqueta.

Inmediatamente mi mente tomó el jet que viaja en reversa y me transportó a mi niñez. Ahí clarito vi cómo esta hermana siempre ha sido ejemplo de tozudez positiva y volví a verla estudiando hasta muy noche y cansada, estudiando en los días de campo, estudiando en el transporte a cualquier lugar. La recuerdo ayudándonos a resolver nuestras tareas en la primaria (a veces nos ayudaba con muchos errores, pero siempre con buena intención); ella me inculcó el amor por tratar de utilizar correctamente el lenguaje (aunque después lo olvidó) y me quitó las “eses” finales en la segunda persona del singular (¿recuerdas que me enseñastes?), me dijo que el templo no era “inglesia”. Me dijo, sin palabras, que el esfuerzo tiene recompensa y que la bondad no espera premio.

Todo eso me enseñó, todo eso me dijo… y ahora ¿qué le digo yo?

martes, 23 de septiembre de 2008

EL BESO


En cierta ocasión me encontraba comiendo una hamburguesa, bastante horripilante, en un establecimiento de comida rápida. Llevé a mis hijos a que se aventaran como locos por una resbaladilla que ni permitía que se resbalaran pero en fin. Mientras trataba de masticar ese pedazo de incógnita (a poco alguien se atreve a asegurar que es carne), mi instinto de fisgón me obligó a fijarme en las personas que estaban sentadas a mi alrededor. Me gusta ese ejercicio del intelecto más morboso, que te ayuda a comprender mejor la naturaleza humana viendo cómo actúa la gente cuando no se sabe observada (mentira, soy un chismoso y metiche de primera).

Mi vista recorría el espectáculo involuntario, cuando tuve que detenerme ante la vista de una pareja que se besaba. No voy a plantear aquí las interrogantes del cariño, del show, de la higiene poshamburguesa ni nada por el estilo. Mi atención se fijó en la chica, que besaba a su amado mientras con la vista recorría todo el establecimiento. Fue curioso ver esa falta de concentración y de interés.

Tuve el cinismo de esperar el término de ese antibeso para descubrir la reacción de ambos besantes. Hicieron lo obligado: despegaron sus labios, se dieron otro pequeñísimo e instantáneo beso, se miraron y sonrieron. Clásico de clásicos.

Me quedé pensando que un beso es para disfrutarse; los ojos se cierran involuntariamente para evadir la horrible realidad y transportarnos a un mundo que esté acorde con lo que estamos sintiendo o deseamos sentir. Quien no cierra los ojos al besar, no puede ser una persona confiable; quien toma al beso como un trámite de pareja y no como una comunión momentánea, como una complicidad infinita encerrada en algunos segundos, no puede ser alguien que disfrute de la vida. Estaba agarrando inspiración para seguir definiendo la grandeza de un beso, cuando pensé en cuántas veces me habrán besado sin ganas ni concentración ni gozo ni empatía ni calor ni nada, con los ojos abiertos. Nunca lo voy a saber: siempre se me cierran los ojos y el mundo se queda atrapado en la boca.