martes, 4 de febrero de 2025

 

EL SOBACO

 


Sí, era un gusano. Blanco grisáceo, gordo para su especie, con movimientos parecidos a los que ejecuta un cuerpo en el fuego: contorsiones sin patrón específico, inesperados giros sobre un eje horizontal, intempestivos cambios de dirección, espasmos. A diferencia de un cuerpo quemándose, el gusano se veía sanísimo, lleno de vida, rozagante, podría decirse que feliz, si entre los gusanos existe ese estado.

José Luis, el Sobaco, miraba absorto cómo ese gusano salía de la herida de su antebrazo izquierdo. Entre la basura, su dormitorio, buscó algo que pudiera parecer algodón para sacar a ese parásito literal de su cuerpo. Rodeado de restos de comida podrida y enlamada, bolsas de plástico pringadas, pañales mal doblados que mostraban su contenido, pedazos de plástico de quién sabe qué y cosas que ni siquiera alcanzan un nombre, el Sobaco revolvía y buscaba.

Por fin encontró una toalla femenina con poquita sangre y la utilizó para jalar al animalejo que se revolvía imparablemente en su herido brazo. Era más grande de lo que parecía y más difícil de extraer de lo que suponía. Al sacarlo, lo pisó con odio: bastante trabajo le costaba conseguir una mínima ración de comida diaria como para andar alimentando alimañas.

Escupió una buena cantidad de saliva parduzca y espesa en la toalla sanitaria para desinfectar la herida, pero notó que más gusanos asomaban buscando aire o sol o burlarse de él. Qué la chingada, pensó.

Ahí, en el terreno del basurero en el que dormía, y que había ganado a punta de madrazos y sangre, había aprendido a torear las fiebres sin medicinas, los dolores de panza sin jarabes, las dolencias de cabeza sin queja, los embates de los recuerdos sin lágrimas. Estaba curtido, pero no preparado para ser devorado en vida, menos por animalejos tan pequeños y débiles.

Por fortuna tenía un buen litro de tíner que le servía tanto de analgésico como de alimento, de remedio contra el insomnio y escape de la pobreza. Ahora, ese tíner le serviría de desinfectante. Vació un tercio del contenido sobre la herida y nunca pensó que sería tan doloroso, pero él, el Sobaco, temido en su barrio y en los vecinos, no iba a gritar por nada, si no gritó cuando un vidrio le cortó media oreja ni cuando un auto pasó sobre su pierna mientras él dormía en la calle, menos iba a hacerlo por un poquito de tíner. Ah, qué la chingada, fue lo único que dijo.

Listo, esos gusanos tendrían su merecido.

No podía perder tiempo con cosas tan tontas, así que se levantó y renqueando caminó a su trabajo: el mercado de la colonia, a ver si conseguía temprano algo que comer. Hurgó en sus bolsas y lo que encontró fueron sendos agujeros. La bolsa trasera estaba mejor, tenía una moneda de cinco pesos y varias de cincuenta centavos. Si nadie le regalaba nada, podría comprar un pan dulce, que resultó ser lo único que comió ese mal día. Un día de la chingada, dijo antes de acostarse y taparse del frío con una manta llena de chinches y aderezada con orines de perros.

Al día siguiente no lo despertó el sol ni el ruido de los camiones ni la pareja de vecinos que peleaban a puño limpio por una infidelidad —supuesta, imaginada, cierta, quien sabe, pero siempre lo hacían—. Estaba acostumbrado a los pleitos entre el Cuijo y la Jimena. Ella era buena mujer, respetuosa, callada, dedicada a la pocilga que llamaba hogar, pero el Cuijo siempre le reprochaba que cuando la conoció ya tenía un hijo y que ahora tenía que mantenerlo como si fuera de él, como los otros tres mocosos.

Lo despertó el dolor de la herida del brazo. Ya no era roja y con la piel viva, ahora era una costra de carne seca, pero aguada. Sabía que la costra era un indicativo de que estaba curándose. Chingada costra, pensó y se frotó para menguar el dolor. Se sentía como chicharrón rancio, con la consistencia entre dura y floja. Cortó un pedazo y lo llevó a la boca. Tenía que probar, había aprendido a reconocer la enfermedad por el sabor y el olor. Cuántas veces había probado sus heces para saber si estaba enfermo o sólo eran dolores de panza por no comer. Si a los perros no les hacía daño comer caca, menos al Sobaco.

Había pasado mucho tiempo sin tener esa sensación de frío por la columna vertebral, de los pelitos de la nuca levantándose, ya ni se acordaba cómo se sentía el miedo. Pero era un miedo como más espeso, nunca algo que comiera le había producido sensación similar: la costra sabía a muerte. Él la había probado muchas veces, pero en otros, en semejantes y en animales.

Dijo —después de un largo rato de meditación— me lleva la chingada.

Ese día lo invitaron a desayunar los del local de quesadillas. Comió hasta quedar harto; le dolió la quijada porque pocas veces la usaba tanto ni para comer, menos para hablar. Tuvo fuerzas suficientes y realizó mil mandados, cargó mil bolsas, trasportó mil diablitos llenos de verduras, y hubiera realizado mil más si no le doliera tanto el brazo. En sus bolsas ya no cabía el dinero.

Por la noche cenó un pozole grande con tostadas embarradas de crema. Pensó en la última cena, un cuadro que su mamá tenía en la sala-cocina-comedor-recámara de su casa de infancia y que era de lo poco que recordaba.

Con la panza llena sus sueños fueron felices: gusanitos alegres bailando las cumbias que más le gustaban; bolsas mágicas que no permitían que se acabara el dinero nunca; mujeres que se desmayaban de emoción y deseo al verlo; su comida favorita colgando de los árboles frondosos… pura felicidad.

 

MARIPOSAS

 

Corriste al mercado a ver a tu mamá. Con los ojos llorosos, tratando de evitar que las lágrimas fueran ríos, la abrazaste tan fuertemente por la cintura que casi la lastimas; no lo sabías, pero querías volver a entrar a ese lugar seguro en el que no había luz ni tiempo ni las risas de los otros te provocaban heridas sin sangre, heridas sin cicatrices de carne, heridas provocadas como por una dentadura con filos de burlas y apodos.

Esa certeza de hacer todo mal te vistió con la túnica de la desconfianza. Quien te la midió primero fue tu padre, él la confeccionó, la ajustó a tu medida y la hizo de una tela eterna, a prueba de fallas. Para él ya no tenías nombre —Pedro para los demás— sólo eras el cagón, y no lo culpas, pues siempre fallabas, siempre la cagabas, como decía tu padre, como decía el Cuijo, y él sí que no tenía nombre.

Fue hasta la tercera tunda que te sangró la nariz; las anteriores sólo habían sido cinturonazos en tu raquítico trasero. No recordabas exactamente la causa de los golpes en la cara, pero sí lo que tu padre dijo: ni para sangrar sirves, pura pinche agua de Jamaica te sale. Tenía razón: tu sangre era aguada y pálida: ni para sangrar servías. Sólo se compadecía de ti tu mamá, y te curaba sin decir nada ni a ti ni a tu padre. Era un silencio infinito con vestido hasta los tobillos.

Pese a que eres el mayor de tus hermanos, jamás entendiste por qué la saña era sólo contigo y para ti; se puede decir que tu padre era tierno con tus hermanos, y eso te daba gusto, porque ellos no tenían que padecer dolores de afuera y de adentro, no tenían que ir por la vida convencidos de que todo lo hacían mal, no daban pasos inseguros como tú, que no sabías caminar de otra forma.

Tu única amiga era la ventana: te sentabas frente a ella durante horas hasta que te prestaba sus cristales y con ellos te hacías unas alas, te convertías en mariposa y salías volando y en al aire nadie podía dañarte, nadie se daba cuenta de tu existencia y eso era la felicidad: descubriste que ser nadie era ser feliz.

A veces también eras un árbol inmóvil que ofrecía frutas y su madera y su jugo y su savia y su sombra y sus ramas. Se acercaban a ti para descansar sin reírse de tu aspecto. Cobijabas a todos y a todos les ofrecías tus hojas como miles de abanicos que aliviaban el cansancio y la tristeza. Eso también era la felicidad: descubriste que sólo en el silencio se puede ser feliz.

Esas excursiones a la felicidad eran cortadas de golpe por los gritos de tu padre, del Cuijo, monstruo de mil bocas, que profería los insultos más soeces que se puedan pensar; por sus golpes que parecían venir de mil brazos, pulpo de odio, y que no importaban en qué parte de tu cuerpo se detenían, el caso era lastimarte el cuerpo y el espíritu, como si se vengara de ti por no parecerte a él, pero no era tu culpa no tener ni su color de ojos ni de cabello ni de piel. Tú no pediste nacer, estás seguro de que si no hubieras nacido estarías mejor en esa inconsciencia noble, en esa nada reconfortante.


Las burlas de todos recordaban que tenías cuerpo y que te veían y que no eras una mariposa ni un árbol ni una inconsciencia errante. Eras materia despreciable, basura, depósito de enconos, blanco de golpes crueles. Nunca supiste defenderte ni creíste ser digno de defensa alguna.

Jimena, tu madre, limpia la savia de tus ojos y ella tiene húmedos los suyos; sabe que no tienen defensa y quisiera ser una mariposa con alas de cristal que te lleva por el viento, en donde no los alcanza ni una voz.  

MEDARDO

 

Bien dicen que nombre es destino y ni modo que sea famoso en el mundo del maquillaje con este nombrecito. Para trascender en el mundo fashionista debería de llamarme algo así como Dominic o Zachary o Bijou… pero también tendría que cambiar mi apellido, ni modo que me presenten como Bijou Menchaca, el maquillista de las estrellas. Aunque preferiría que me reconocieran por ser más integral, un verdadero estilista capaz de cambiar las apariencias de cualquiera y siempre mejorándolo… ay, y aquí en la corporación puro apache que no sólo necesitan estilistas sino a Dios mismo en persona.

La verdad es que tampoco mi facha es la mejor, pero qué puedo hacer si debo pasar inadvertido para que no se burlen de mí, para que no me tachen de marica, para que no me peguen. No es fácil ser un estilista en el cuerpo de un policía, el oficial Medardo Menchaca, escuadrón Ben Hur de la corporación Excalibur.


En lugar de encontrar el tono adecuado del cabello que debe llevar una novia de piel apiñonada que haga resaltar su rostro el día de su boda y cuyo vestido es color durazno, debo estar detrás de los vagos que todo el día están en el mercado drogándose o buscando pleito o viendo a ver qué roban… ay, no, qué fastidio. Y luego, tener que soltarlos por méndigos cincuenta o cien pesos, pero ni modo, tengo que juntar para mis cursos de estilo y para mi spa futuro.

No creo que nadie, ni mi inspector general —que tiene una mirada que parece que penetra todo todo, ay, menos lo que debería, y parece que puede ver en el fondo de la gente y que nadie le puede mentir porque de inmediato lo notaría— se imaginen que debajo del uniforme azul horrendo llevo la mejor lencería que se pueda conseguir.

Otra vez el Cuijo y el Sobaco se están peleando. Se ven tan patéticos esos desechos humanos, puros huesos forrados de pellejo y sacándose la poca sangre que les queda. Si por mí fuera, los dejaría matarse, y trataría de que todos los vagos se pelearan entre sí para que se exterminaran entre ellos. Su sangre es negra, qué asco, y los mocos y gargajos vuelan por todos lados, ni modo, a separarlos…

“A ver, hijos de la chingada, ya sepárense o me los cargo, ya saben que no se permiten pleitos en mi mercado, culeros. Órale, lléguenle”. 

 

BASURERO

 


Así como hay películas o programas televisivos que, al iniciar, proyectan una leyenda alertando a quien sea muy sensible que mejor se abstenga de presenciar el contenido que se trasmitirá, así debería de haber un letrero que indique que para entrar al basurero se requiere estómago fuerte, nariz casi insensible, reflejo de la náusea nulo y capacidad exacerbada de evadirse de la realidad. Porque los olores no son lo único malo en este lugar; aquí se ofenden los cinco sentidos: el olor a basura añeja y novísima; a sangre podrida y coagulada; a caca de todas las edades, clases sociales, enfermedades y texturas; a cadáveres de perros, gatos y otras mascotas que no alcanzaron a ser cremadas ni enterradas.

La vista se sorprende de que no se requiere del olor para despertar la náusea más profunda viendo algodones sanguinolentos y costrosos y purulentos; restos de algún animal indefinido que podría ser un unicornio o algo similar; desechos biológicos indistinguibles que nos hacen dudar de que haya realmente diferencias entre vertebrados, invertebrados, plantas, frutas: en la putrefacción se ven similares; carne de hermosos tonos verdes jade, huesos adornados con gusanos bailadores.

El tacto quisiera no existir porque todo ahí es sospechoso: lo que no se siente aguado se siente mojado o rasposo o combinado. Pareciera que la basura adquiriera voluntad y se metiera en las perneras de los pantalones y lame las piernas, o son sólo las cucarachas que, pese a su fama, aquí son lo menos asqueroso, quizá por ser lo más familiar. Aquí se toca con las manos y se convulsiona todo el cuerpo.

El oído se ve vulnerado por los cientos de nubes de moscas y los chillidos de los perros que se pelan por un trozo de algo —nunca se sabe qué puede ser— y por el infinito crujir que producen los millones de gusanos blancos que reptan por todas partes, lamiendo todo para apartarlo.

Lo peor de todo es que hay desperdicios tan añejos que se fosilizan, se degradan, se polvorizan y vuelan directo a las papilas gustativas: en este lugar se come mierda.

Es tan grande el terreno que es el hogar de personas que tienen su justificación para habitar aquí. Si tuvieran oportunidad, seguro que estarían en otra parte.

 

MERCADO

 

El mercado de la colonia es grande, enorme, variadísimo, colorido como pintura naif, con tantos olores mezclados con sonidos que forman una sinestesia verdulero-cárnica sin igual.

Entrando por la puerta 3 del sur lo primero que se ven son los licuados; otra parada obligada es el local de las vísceras en el que se puede comprar bofe (es decir, pulmón), que huele muy feo cuando se cocía a fuego lento. También ofrecen hígado o corazón o ubre o riñones, fuentes buenísimas de proteínas a muy bajo costo.

Al entrar al mercado siempre se escucha el grito de la anciana del mercado: ¡Barato, barato, barato, barato, barato! Vende verduras, casi siempre aguacates y jitomates. Junto a la viejita está el local de los juguetes cuyo mayor atractivo son los luchadores de plástico duro y mal pintado.

Por supuesto que hay puestos de comida, ya sea para comer ahí, pero con ciertos matices: si se come de lunes a viernes, se puede conseguir comida corrida a precio razonable por lo que ofrecen: arroz, sopa aguada, guisado, agua y tortillas sin límite. El postre es aparte.

Si se busca comida el sábado o el domingo, lo que se encuentra con mucha facilidad es la barbacoa recién hechecita, consomé, tortillas hechas a mano y toda la parafernalia que la acompaña. También es grande la oferta de carnitas estilo Michoacán. Hay garnachas de todo tipo: quesadillas, sopes, huaraches, machetes, pambazos, tostadas, tacos…

La oferta de comida abarca cuatro pasillos completos, y parece que a todos les va muy bien: siempre están llenos de comensales.

Como todo mercado que se precie de serlo, los pasillos están divididos por concordancias semánticas: verduras, frutas, carnes, desechables, cremerías, pescaderías, pollerías, misceláneas, y así se van distinguiendo por especialidad, para que uno pueda decir: te veo en el pasillo de la jarciería.

Por supuesto que relegado al final del mercado está el basurero, que recibe diario no sé cuantos cientos de desperdicios de diversa índole que forman un mosaico abigarrado, variopinto y surrealista. Es un espacio grande, muy grande, pero nunca tan grande como el basurero de la ciudad, que está a solo cinco calles del mercado.