EL
SOBACO
Sí, era un gusano. Blanco grisáceo, gordo para su especie, con movimientos parecidos a los que ejecuta un cuerpo en el fuego: contorsiones sin patrón específico, inesperados giros sobre un eje horizontal, intempestivos cambios de dirección, espasmos. A diferencia de un cuerpo quemándose, el gusano se veía sanísimo, lleno de vida, rozagante, podría decirse que feliz, si entre los gusanos existe ese estado.
José Luis, el Sobaco, miraba absorto
cómo ese gusano salía de la herida de su antebrazo izquierdo. Entre la basura,
su dormitorio, buscó algo que pudiera parecer algodón para sacar a ese parásito
literal de su cuerpo. Rodeado de restos de comida podrida y enlamada, bolsas de
plástico pringadas, pañales mal doblados que mostraban su contenido, pedazos de
plástico de quién sabe qué y cosas que ni siquiera alcanzan un nombre, el
Sobaco revolvía y buscaba.
Por fin encontró una toalla femenina con
poquita sangre y la utilizó para jalar al animalejo que se revolvía
imparablemente en su herido brazo. Era más grande de lo que parecía y más
difícil de extraer de lo que suponía. Al sacarlo, lo pisó con odio: bastante
trabajo le costaba conseguir una mínima ración de comida diaria como para andar
alimentando alimañas.
Escupió una buena cantidad de saliva
parduzca y espesa en la toalla sanitaria para desinfectar la herida, pero notó
que más gusanos asomaban buscando aire o sol o burlarse de él. Qué la chingada,
pensó.
Ahí, en el terreno del basurero en el
que dormía, y que había ganado a punta de madrazos y sangre, había aprendido a
torear las fiebres sin medicinas, los dolores de panza sin jarabes, las
dolencias de cabeza sin queja, los embates de los recuerdos sin lágrimas.
Estaba curtido, pero no preparado para ser devorado en vida, menos por
animalejos tan pequeños y débiles.
Por fortuna tenía un buen litro de tíner
que le servía tanto de analgésico como de alimento, de remedio contra el
insomnio y escape de la pobreza. Ahora, ese tíner le serviría de desinfectante.
Vació un tercio del contenido sobre la herida y nunca pensó que sería tan
doloroso, pero él, el Sobaco, temido en su barrio y en los vecinos, no iba a
gritar por nada, si no gritó cuando un vidrio le cortó media oreja ni cuando un
auto pasó sobre su pierna mientras él dormía en la calle, menos iba a hacerlo
por un poquito de tíner. Ah, qué la chingada, fue lo único que dijo.
Listo, esos gusanos tendrían su
merecido.
No podía perder tiempo con cosas tan
tontas, así que se levantó y renqueando caminó a su trabajo: el mercado de la
colonia, a ver si conseguía temprano algo que comer. Hurgó en sus bolsas y lo
que encontró fueron sendos agujeros. La bolsa trasera estaba mejor, tenía una
moneda de cinco pesos y varias de cincuenta centavos. Si nadie le regalaba
nada, podría comprar un pan dulce, que resultó ser lo único que comió ese mal
día. Un día de la chingada, dijo antes de acostarse y taparse del frío con una
manta llena de chinches y aderezada con orines de perros.
Al día siguiente no lo despertó el sol
ni el ruido de los camiones ni la pareja de vecinos que peleaban a puño limpio
por una infidelidad —supuesta, imaginada, cierta, quien sabe, pero siempre lo
hacían—. Estaba acostumbrado a los pleitos entre el Cuijo y la Jimena. Ella era
buena mujer, respetuosa, callada, dedicada a la pocilga que llamaba hogar,
pero el Cuijo siempre le reprochaba que cuando la conoció ya tenía un hijo y
que ahora tenía que mantenerlo como si fuera de él, como los otros tres
mocosos.
Lo despertó el dolor de la herida del
brazo. Ya no era roja y con la piel viva, ahora era una costra de carne seca,
pero aguada. Sabía que la costra era un indicativo de que estaba curándose.
Chingada costra, pensó y se frotó para menguar el dolor. Se sentía como
chicharrón rancio, con la consistencia entre dura y floja. Cortó un pedazo y lo
llevó a la boca. Tenía que probar, había aprendido a reconocer la enfermedad
por el sabor y el olor. Cuántas veces había probado sus heces para saber si
estaba enfermo o sólo eran dolores de panza por no comer. Si a los perros no
les hacía daño comer caca, menos al Sobaco.
Había pasado mucho tiempo sin tener esa
sensación de frío por la columna vertebral, de los pelitos de la nuca
levantándose, ya ni se acordaba cómo se sentía el miedo. Pero era un miedo como
más espeso, nunca algo que comiera le había producido sensación similar: la
costra sabía a muerte. Él la había probado muchas veces, pero en otros, en
semejantes y en animales.
Dijo —después de un largo rato de
meditación— me lleva la chingada.
Ese día lo invitaron a desayunar los del
local de quesadillas. Comió hasta quedar harto; le dolió la quijada porque
pocas veces la usaba tanto ni para comer, menos para hablar. Tuvo fuerzas
suficientes y realizó mil mandados, cargó mil bolsas, trasportó mil diablitos
llenos de verduras, y hubiera realizado mil más si no le doliera tanto el
brazo. En sus bolsas ya no cabía el dinero.
Por la noche cenó un pozole grande con
tostadas embarradas de crema. Pensó en la última cena, un cuadro que su mamá
tenía en la sala-cocina-comedor-recámara de su casa de infancia y que era de lo
poco que recordaba.
Con la panza llena sus sueños fueron
felices: gusanitos alegres bailando las cumbias que más le gustaban; bolsas
mágicas que no permitían que se acabara el dinero nunca; mujeres que se
desmayaban de emoción y deseo al verlo; su comida favorita colgando de los
árboles frondosos… pura felicidad.