sábado, 19 de junio de 2010

EL PARAÍSO DE LAS LETRAS: SARAMAGO Y MONSIVÁIS




Estuve tentado, muy tentado a escribir sobre el triunfo de la selección mexicana sobre el actual subcampeón del mundo, Francia, pero no. Hay prioridades.

Tal parece que la muerte estaba aburrida y necesitaba platicar con gente inteligente. No le bastaba una, tenían que ser, por lo menos, dos. Así, decidió echarse un clavado en el mundo y descubrió a dos escritores genialmente críticos, dotados de humor inteligente y capaces de burlarse hasta de lo más sacro. Claro, fueron José Saramago y Carlos Monsiváis.

Por supuesto que la tristeza es inevitable cuando se van seres de tales talentos, de tan gran lucidez que tan bondadosamente compartieron con el mundo, de inteligencia aguda, que supieron describir el mundo desde una óptica lúdica. No hay lamento que alcance, ni mentes que los sustituyan.

Pero, mejor que lamentarlo, es pensar en que ambos llegaron casi al mismo tiempo al paraíso de los escritores, un lugar inmensamente grande donde están todos los libros. Todos. Los que se han escrito y los que se escribirán; afortunadamente, sólo los buenos libros. Ahí, conviven los sabios, los amargados, los místicos, los mundanos, los transgresores, los innovadores, los críticos, los burlones, los estilistas, los escritores en fin, con letras y figuras de pensamiento y frases y ripios. Se puede ver a Cervantes discutiendo con un epíteto necio y a Quevedo sacando la espada ante la menor provocación de un calambur ingrato. Vemos a Bukowski bailando con la Woolf al ritmo que les toca un retruécano pervertido y a Roberto Arlt aprendiendo de futbol con la ayuda de unas letras deportistas. Es en ese lugar que imagino a Monsi y a Saramago con sus rostros iluminados por la sorpresa y el gusto, justo cuando pensaban que ya nada los asombraría descubren que la muerte es el inicio. Que ganaron. Que ahí están sus obras. Que seguirán leyendo por la eternidad. Ahí los imagino platicando y criticando su nuevo espacio.

Ya no podremos leer sus nuevas obras. Ya no nos aclararán la realidad con su mirada inquieta. Ya no nos harán reír con sus observaciones justísimas y cargadas de humor.

Dicen que cuando un escritor muere su obra responde por él. Así, podremos seguir platicando con ellos, preguntando, discutiendo, riendo, asombrándonos.

No murieron, sólo les ganó la prisa por llegar a la biblioteca interminable.

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